Cambiamos los relojes. Este sábado, como ocurre el último fin de semana de marzo de cada año, el día se ha adelantado una hora y dormiremos una hora menos. Es la consecuencia de una normativa que afecta a todos los países de la Unión Europea y consiste en establecer dos tipos de usos horarios a lo largo del año: verano e invierno. El motivo: aprovechar mejor las horas de luz solar y tratar de consumir menos electricidad.
De hecho, en inglés, se conoce al horario de verano como Daylight Saving Time, es decir, un horario diseñado para ahorrar luz del día adaptándose al sol. En primavera adelantamos el reloj haciendo que nos levantemos antes pero consigamos aprovechar una hora más de luz solar alargando los días. No obstante, en invierno se aplica de manera diferente. A finales del mes de octubre se produce el segundo cambio horario del año, atrasando el reloj. En esta época del año los días son más cortos, por lo tanto, el objetivo de este cambio es rascar horas de luz durante las primeras horas del día. En contra, la hora de ponerse el sol también es más pronto.
Desde la Comisión Europea, sostienen el valor de este movimiento que favorece el ahorro energético, así como otros sectores como el transporte, las comunicaciones, ocio o turismo que también se ven beneficiados. Así defienden una iniciativa que se aplica desde la primera crisis del petróleo en los años 70. Según un estudio realizado en España por el Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE) en el 2011 se consiguió un ahorro del 5% en el consumo de energía eléctrica en el hogar durante los meses del horario de verano.
Sin embargo, el cambio de hora también cuenta con importantes detractores que consideran que el ahorro energético que se consigue es escaso en comparación con los daños que se producen en la salud y bienestar de las personas a largo plazo.